Senderismo – Gratis
La villa pejina, tradicionalmente conocida por sus atractivos turísticos asociados con la playa, la cultura y el ocio, posee unos excepcionales valores naturales, que sólo los mejor informados o aquellos que se han aventurado hacia lo desconocido, han tenido la suerte de descubrir por su cuenta.
La proximidad entre el mar y la montaña, la playa La Salvé, la bahía y el estuario del Asón, confieren a Laredo una peculiar orografía que es posible contemplar en todo su esplendor desde diversos ángulos a medida que nos elevamos por los montes que la circunda. Desde esta perspectiva Laredo adquiere una riqueza paisajística difícil de igualar.
A través de estas rutas se pretende ofrecer al caminante una ayuda inicial para que pueda descubrir, por sus propios medios, los interesantes valores naturales que alberga Laredo.
Las Rutas de Laredo:
Duración: 3 horas y media
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Ruta de Las Marismas
En la Avenida de los Derechos Humanos del ensanche pejino, en el cruce con la carretera que accede a dos camping de Laredo, se encuentra el inicio de la ruta. Andando por el borde de la calzada, dejaremos atrás un punto de información de este entorno, y observaremos a nuestra izquierda varias cuadras de caballos, las cuales ofrecen rutas guiadas por el Parque Natural de las Marismas de Santoña, Victoria y Joyel. El parque de 6.678 hectáreas, se extiende por los municipios de: Ampuero, Argoños, Arnuero, Barcena de Cicero, Colindres, Escalante, LAREDO (playa y entorno del Regatón), Limpias, Noja, Santoña y Voto. Es un espacio protegido por varias figuras (Parque, LIC, ZEPA) dada la extraordinaria riqueza de sus ecosistemas (marismas salobres, lagunas de agua dulce, playas y dunas, acantilados costeros, encinares cantábricos, ríos y arroyos, bosques caducifolios, campiña) y la diversidad de seres vivos que lo pueblan (aquí invernan todos los años miles de aves acuáticas, constituyendo uno de los humedales más importantes del norte de España para la avifauna).
En este primer tramo, de poco más de un kilómetro de longitud hasta la entrada del primer camping, a nuestra derecha vemos un gran conjunto de dunas fósiles, que a medida que nos vamos acercando a la playa del Regatón, se encuentran repobladas de eucaliptales. La mayoría de las plantas y animales que crecen y encuentran refugio y alimento en ellas, son exclusivas de estos ecosistemas. Antes de llegar al segundo camping, dejaremos la calzada para transitar por un sendero que atraviesa este conjunto y se mete entre los eucaliptales hasta llegar a la playa del Regatón. En este momento aparece ante nosotros la primera visión de las marismas en una panorámica de 180º. Hacia la derecha, la playa, ancha y recta, continúa hasta la playa de El Puntal de Laredo, por donde la ría de Treto encuentra su salida al mar. De frente tenemos la parte central del estuario, con Montehano al fondo, perfectamente distinguible por su peculiar forma troncocónica y por la gran herida abierta en su ladera, cantera. Hacia la izquierda, aparece un sendero de tierra y arena por el que la ruta continúa paralela a la playa, en dirección a Colindres.
Pocos metros más adelante llegamos al arroyo del Regatón que hemos de atravesar por un coqueto puentecito de madera para continuar nuestro recorrido. Seguimos la senda y el camino gira a la izquierda. Unos metros más de frente, vemos los restos de un antiguo dique de concesiones demolido en proceso de desmantelación, punto desde el cual, durante los meses de otoño e invierno, se pueden observar las aves migratorias que con frecuencia visitan la zona, con un poco de suerte, siempre eso sí provistos de unos buenos prismáticos: ánades, fochas, garzas, garcetas, correliimos y cormoranes.
Después de esta interesante parada, continuamos el camino, ahora de arena, que atravesará a su paso, prados y huertos, a la izquierda, y dunas y marismas, a la derecha. Así nos vamos acercando a Colindres (Parque del Riego), por cuyo paseo marítimo, muy próximo al límite municipal con Laredo, hemos de pasar para iniciar el camino de vuelta.
Llegando a una señal nos encaminamos de nuevo hacia Laredo, está vez por un sendero de tierra, que no es por el que hemos llegado hasta este punto. Aquí la ruta pasa junto a uno de los diques que tradicionalmente se han construido para aislar y desecar parcelas de marisma como la que tenemos a nuestra derecha, convertida en un prado. Este tramo del recorrido es el que más se adentra en las marismas y el que nos ofrece, por tanto, una visión más directa de este valioso ecosistema. Si encontramos bajamar (marea baja) en nuestro paseo, veremos cómo, sobre un suelo fangoso, circulan sinuosos canales de agua entre los cuales numerosas aves acuáticas buscan inquietas su alimento. En las zonas más elevadas crece una singular vegetación resistente a la salinidad del mar que, llegando hasta aquí, trae con cada marea una nueva inyección de vida a la marisma. Si nos coincide la zona en pleamar (marea alta), el paisaje cambia por completo. Tan sólo pequeños islotes cubiertos de vegetación afloran sobre las tranquilas aguas que separan la orilla de un dique que, a lo lejos, discurre paralelo a ella, separándola del canal central del estuario. Sobre el dique y los abundantes islotes no es raro ver cómo los cormoranes descansan mientras extienden sus alas para secarlas con la suave brisa marina que hasta aquí llega.
Contemplando este paisaje encontraremos, en una curva del camino, varios carteles que nos recuerdan nuestra ubicación frente a las marismas del Asón. Desde aquí, se divisa, mirando hacia tierra, el sendero que nos condujo a Colindres y por el que hemos de regresar a Laredo, caminando en sentido contrario, a partir de este cruce, punto 6. Hasta llegar de nuevo a la carretera podemos seguir disfrutando del paisaje acompañados por el insistente canto de los grillos que, durante el verano, interpretan la melodía característica de estos tranquilos parajes.
Duración: 3 horas
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Ruta Pico del Hacha
Un elemento característico del paisaje de la pejina playa Salvé es la presencia, a poco mas de un kilómetro de su comienzo en el puerto pesquero, de un arroyo que perpendicularmente la cruza hasta encontrar el mar. Este curso de agua dulce, de especial relevancia en los meses de invierno, constituye la desembocadura del río Mantilla, probablemente el más popular de los arroyos laredanos. Sus aguas circulan por un estrecho cauce que permanece soterrado bajo la contigua Plaza de Carlos V y vuelve a emerger en la confluencia de ésta con la calle Padre Ignacio Ellacuría. Aquí se encuentra la primera señal de dirección del itinerario, mientras que al otro lado de la carretera, en el césped, está ubicado el cartel general que describe la ruta.
La citada señal nos dirige por un camino de tierra paralelo al río que, siguiéndolo en sentido contrario a la corriente, nos guiará en el primer tramo de nuestro recorrido. Así seguiremos hasta llegar a un pequeño puente de piedra que cruza el arroyo. A partir de aquí el sendero se hace sensiblemente más estrecho. Nuestra proximidad al agua nos permite observar con detalle cómo el río ha perdido parte de su naturalidad al ser encauzado. De todas formas, ello no ha sido obstáculo para que en esta agua, poco profunda y de escasa corriente, se desarrollen plantas acuáticas como iris, espadañas y lentejas de agua. También podemos encontrar diversos animales, entre ellos peces como la anguila. Algunas especies, incluso, llegan a criar, tal es el caso de aves como gallinas y de diversos anfibios entre los que encontramos tritones, ranas y sapos. Sin embargo, quizás el animal más frecuentemente en esta agua sea una especie introducida, el cangrejo americano. Este crustáceo dotado de una gran capacidad de adaptación ha colonizado el cauce llegando a ser tan abundante que su presencia se hace evidente con sólo observar cualquier tramo del río.
La estrechez del sendero se mantiene hasta que, unos metros más adelante, pasando un moderno puentecito de hormigón, encontramos, a la sombra del gran eucalipto que allí crece, un cruce de caminos donde el trazado se hace mas ancho. Aquí se sitúa la segunda señal indicadora de dirección de la ruta, la cual nos dirigirá hacia la izquierda. Desde aquí el recorrido se separa unos metros del cauce, aunque el camino por el que discurre, dada la cercanía del agua y la elevada humedad del terreno, está rodeado por la típica vegetación de ribera que forma un característico bosquecillo de galería a nuestro paso. Alisos, sauces blancos y cenicientos, chopos, laureles y cornejos se acompañan de plátanos, aligustres y enredaderas, dando un fresco aspecto silvestre a este tramo de la ruta.
De esta manera llegamos al barrio de Las Casillas, cuya señal nos indica que hemos de tomar hacia la derecha el camino asfaltado que nos encontraremos para dirigirnos a La Pesquera. Pasando entre pequeños huertos familiares, el camino nos lleva a la carretera general, que cruzaremos por el paso cebra situado junto al semáforo cercano. Desde aquí, lugar que podemos considerar como centro neurálgico del barrio de La Pesquera, andaremos unos metros hasta llegar a la siguiente señal de la ruta. Ésta nos dirigirá por la derecha a través de una carretera asfaltada que, tras cruzar bajo la autovía por un túnel, llega al comienzo de la cuesta por la que se sube a Villante. Aquí encontraremos una nueva señal que nos indica el camino por el que hemos de iniciar la ascensión.
Los siguientes metros son los más duros del trayecto. A pesar de que seguimos por un buen firme asfaltado, la inclinación de la subida, sobre todo en su primera parte, es muy acusada. No obstante, el agreste entorno por el que pasamos, donde los predominantes eucaliptos han dejado crecer a su alrededor una abundante vegetación espontánea, herbácea y arbustiva, nos proporciona la relajante sensación de encontrarnos en plena naturaleza. Esta sensación, unida a la brevedad del tramo con fuerte desnivel, nos ayuda a remontar la cuesta sin ningún problema. Poco después de atravesar el eucaliptal, la pendiente se suaviza mucho y el resto de la ascensión a Villante transcurre entre prados o junto a otras repoblaciones de eucaliptos que bordean la carretera por la que transitamos.
Tras encontrar una nueva señal, y casi al llegar al final de la subida y mirando a la derecha, podemos ver, a cierta distancia, las ruinas del Convento de San Sebastián de Barrieta. Este antiguo edificio fue fundado por la orden franciscana en la primera mitad del siglo XV, aunque posiblemente hubo en este lugar un eremitorio anterior. Su lamentable estado de conservación, así como su ubicación en una propiedad privada, desaconsejan una visita más de cerca de estas históricas ruinas.
Aquí permanecieron los franciscanos durante casi un siglo y medio, antes de trasladarse a la calle de Los Cordoneros (actual calle de San Francisco), donde establecieron la iglesia y convento que, con este mismo nombre, ha llegado a nuestros días y cuya visita sí que es recomendable.
Al terminar la cuesta ya estamos en pleno barrio de Villante donde, evitando los árboles inmediatos al camino, la altura nos ofrece unas estupendas vistas de la villa pejina y sus alrededores. La señal que nos encontramos, además de ubicarnos en Villante, nos dirige a la izquierda encaminándonos ya hacia el Pico del Hacha. En esta dirección, todavía quedan unas decenas de metros más de asfalto que, en una ligera pendiente descendente entre setos y frutales, conectan, a la altura de una tradicional explotación agroganadera familiar, con un comino de tierra desde el que se divisa una despejada panorámica. Poco más adelante, este camino se sume bajo una densa cúpula de vegetación que nos conduce hasta las inmediaciones del cruce hacia La Baja. Aquí, podemos abandonar por unos momentos el camino principal del itinerario para dirigirnos, tomando la desviación de la derecha, a la que probablemente sea la mejor mancha de bosque mixto atlántico que se conserva en Laredo. Para llegar a ella hemos de recorrer un estrecho sendero descendente en el cual otro tipo de vegetación, la perennifolia del encinar cantábrico, se desarrolla a sus anchas. De esta manera, interesantes ejemplares de encina, aladierno, aligustre, laurel, labiérnago, rusco y madroño, dejarán paso a magníficos robles, acompañados de castaños, fresnos y avellanos que, en un entorno de vegetación exuberante, parecen trasladarnos a otros tiempos en los que la naturaleza virgen constituía el entorno vital de los humanos. Así llegamos al cartel de situación de La Baja, que nos indica que hemos de retornar al sendero principal para continuar el itinerario hacia el Pico del Hacha.
Por el camino pueden sorprendernos los gritos del ratonero común, la más abundante de nuestras rapaces, que frecuentemente sobrevuela estos prados y bosquetes alejados del entorno urbano. En esta área comparte territorio con el milano negro, otra rapaz cuya presencia, durante los meses de verano, es también habitual.
Al llegar a otra señal, comenzamos la corta ascensión hacia el Pico del Hacha, en la que tenemos la posibilidad de tomar un desvío a la derecha por donde llegaremos al cartel que, en plena falda del Pico, nos ubica en el punto desde el que podemos disfrutar de la más amplia panorámica de todo el recorrido. Volviendo hacia atrás podemos continuar la ascensión hasta la cumbre del Pico del Hacha por el sur, cuya coronación a unos 170 metros de altitud, supone el final del trayecto. Aquí es recomendable un pequeño descanso que nos permita, además de admirar el paisaje, reponer fuerzas para emprender el regreso a Laredo. En la vuelta, que será por el mismo camino, junto a la comodidad del descenso, nos acompañará la satisfacción de haber llegado a la cima de uno de los montes más emblemáticos de la villa pejina.
Duración: 1 hora
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Ruta de La Atalaya
El itinerario nos llevará hasta un paraje declarado Bien de Interés Cultural (BIC). La ruta da comienzo al final de la calle Menéndez Pelayo, dirección al túnel, a mano derecha, en un singular callejón. Adentrándonos en éste nos encontramos unas estrechas y empinadas escaleras que nos invitan a subir y que nos dirigirán a la calle “El Merenillo”. Esta peculiar calle, durante siglos fue el acceso habitual por el que los pescadores de la villa llegaban al puerto, situado por aquel entonces en la actual calle Menéndez Pelayo. En ella, nos percatamos del original pavimento con que cuenta en su primer tramo, cantos de la cercana playa rocosa de la Soledad, más conocida como “El Túnel”.
Después de un corto tramo, llegamos a una desviación a la izquierda señalizada, que constituye una de las fachadas de la denominada “Casa del Merino”, cuyo origen se sitúa en el siglo XVI. El nombre de la casa hace clara alusión a la residencia de este cargo municipal, vigente durante la Edad Media. Ascendemos por un estrecho y corto tramo que desemboca en las antiguas murallas (s. XIII) que durante el Medievo y la Edad Moderna defendieron a la villa. A la derecha el “Arco de San Marcial”, que, en aquella época, constituía una de las puertas de entrada a Laredo. Bordeando la muralla, comenzamos la ascensión hasta el entorno de La Atalaya.
Al final de las escaleras, la parada es obligada en la pequeña explanada que encontramos a pocos metros a la derecha. En este mirador natural contemplamos el paisaje costero, en el que se funde el azul del mar con el verde intenso de los prados, y que presenta una singular variedad de formas. Los escarpados acantilados de La Atalaya, El Secar y El Aila, suponen un brusco final a los ondulantes prados que, desde Valverde y Las Cárcobas, descienden en suave pendiente hacia el mar. Situados al borde de los acantilados de La Atalaya, de acusado relieve, y cuyo origen se encuentra en la acción conjunta del mar y el viento sobre las rocas de carácter volcánico, ofitas de gran dureza, observamos que la vegetación crece con profusión y que además de un tapiz de plantas herbáceas, estos empinados taludes aparecen poblados con arbustos como laureles, saúcos, sauces y encinas. También la genista abunda en los cantiles, siendo más llamativa su presencia en primavera cuando se llena de amarillas flores que imprimen un contrapunto colorista a los habituales tonos ocres y verdes.
Las repisas y prominencias rocosas que jalonan este abrupto relieve son aprovechadas por cernícalos, gaviotas y cormorantes que las utilizan como lugares de descanso y nidificación. Al pie de estos acantilados se extiende la playa de La Soledad, singular cala rocosa donde se hacen evidentes los restos del antiguo puerto (siglo XIX), de su mismo nombre, al cual se accedía cruzando el túnel situado al final de la calle Menéndez Pelayo. Sin cambiar de ubicación y con sólo girar la vista hacia el sur, se puede disfrutar de un paisaje predominantemente rural, aunque salpicado de elementos urbanos.
Desde los montes de Valverde, la Sierra de la Vida, el barrio de Las Cárcobas, el Pico del Hacha y el Barrio de Villante descienden aterciopeladas praderas salpicadas por bosquetes de árboles caducifolios y encinares entre los que aparecen dispersas algunas viviendas, más abundantes a medida que se desciende por la ladera. Estos montes constituyeron una barrera natural que rodea la villa pejina, en cuyo casco antiguo resaltan la majestuosidad de la iglesia y convento de San Francisco (siglos XVI y XVII) y la iglesia de Santa Maria de la Asunción (siglo XIII). Menos prominente, aunque también notable, podemos ver a nuestra izquierda la ermita de San Martín, cuya cronología se sitúa entre los siglos XIII y XV. En ella, destaca ante nuestra mirada su singular espadaña, la cual, con siete vanos, todos ellos diferentes, es la más monumental de esta época en Cantabria.
Retrocedemos el camino hacia el final de las escaleras, y subimos hacia el interior de La Atalaya, singular promontorio sobre el mar que alberga tres miradores naturales y un conjunto arquitectónico de defensa militar, fortificado con baterías y pabellones de acuertelamiento que aún hoy se pueden contemplar, construidos con el objeto de impedir la entrada de embarcaciones enemigas a la bahía (mediante fuego cruzado con las baterías de Santoña) y, proteger la villa de Laredo, dada su importancia política, social y económica basada en la pesca y el comercio, con la fachada atlántica europea, en el s. XVI. En sus inicios esta fortificación de pequeñas dimensiones se denominó Fuerte de La Rochela (1.582), ampliándose posteriormente sus instalaciones defensivas y pasando a denominarse Fuerte del Rastrillar o de los Franceses.
Una vez traspasada la gran cancela de forja, que da acceso al Parque Brigadier Diego del Barco, nos encontramos un panel que nos sitúa en el contexto del fuerte. Desviándonos a la izquierda, encontramos el “Mirador de la Caracola”, constituye un espléndido observatorio desde el que se domina toda la playa La Salvé, buena parte del casco urbano de Laredo, las montañas que lo circundan, la desembocadura del río Asón y una amplia porción de la bahía pejina en la cual se adentra el espigón del puerto pesquero, y las obras del nuevo puerto pesquero – deportivo.
Dejando atrás el mirador, seguimos el sendero marcado a partir de este punto sin abandonarle, dada la peligrosidad de los cantiles que bordean este entorno, y nos adentramos en el fuerte. Siguiendo el camino, rebasamos las primeras construcciones restauradas: Cuartel del Rastrillar; Pabellón del Comandante Militar; Pabellón del Jefe de Destacamento; y el Cuerpo de Guardia de los Oficiales. A medida que avanzamos por este tramo, en el que la visión sobre la bahía se hace cada vez más amplia, probablemente podremos disfrutar del sereno majestuoso vuelo de las gaviotas patiamarillas.
Unas decenas de metros más adelante nos encontramos, con el “Mirador Rosa de los Vientos”. Un balcón al mar cantábrico, desde donde observar los acantilados de El Secar, Irío y Valverde, que se desploman verticales desde los prados, y que dejan al descubierto, durante las grandes bajamares, pequeñas calas de difícil acceso como la del Aila. Al fondo, destaca por su altura y peculiar geología caliza, el Monte Candina, y en días despejados se puede llegar a ver la el Cabo Cebollero, conocido como “la ballena”, por su silueta semejante a la de este cetáceo.
Volvemos al camino de lajas que nos llevará hasta los restos de dos de las baterías de costa con que contaba este importante enclave militar. En primer lugar encontramos, en una desviación a la izquierda del camino, la entrada de la Batería de Santo Tomás, cuyo emplazamiento sobre un terreno excavado de unos 56 metros, queda patente en sus muros, que no sobresalen del perfil original del terreno, que se repartía entre el repuesto de pólvora al fondo y el cuerpo de guardia. Contaba con 9 cañones, y aunque estaba enlosada no tenía cubierto para las cureñas.
Retrocedemos al acceso de la batería, y retomamos el camino principal siguiendo la ruta hacia la Batería de San Carlos. A medida que avanzamos por el camino pasaremos junto a las ruinas de otras construcciones de este valioso conjunto histórico, aún sin rehabilitar. Alcanzaremos el extremo norte de La Atalaya, a la izquierda de la senda el “Mirador del Pozo”, donde es posible observar el trasiego de los cormoranes que, volando a ras de agua, se dirigen hacia su posadero favorito en la Peña del Buey, majestuosa roca que emerge junto a la Atalaya en su punto más septentrional. Al frente, la Batería de San Carlos, antes conocida como de San Gil, compuesta por: una explanada de losas para albergar 6 cañones; un edificio para la guardia y almacén de pertrechos (mirador); y, como novedad, un repuesto para la pólvora de unos 13 m cuadrados (a mano izquierda), separado de la estructura anterior, perfectamente camuflado en el terreno y estratégicamente situado para protegerse de fuego enemigo. Junto al muro de la batería, desciende encajada entre las paredes de sillería, una estrecha y empinada escalera de piedra, que va a dar al mismo borde del acantilado, cuyo acceso está prohibido.
Reposando de nuestro itinerario en el Mirador del Pozo, deberemos volver sobre nuestros pasos hasta el “Mirador Rosa de los Vientos”, punto en el cual decidir una de las dos opciones que les proponemos para llegar a la entrada del Rastrillar: regresar por la misma ruta o ascender por la senda de tierra que parte desde este mirador y que atravesará un campo de vistosas flores, como las olorosas clavelinas, las coloristas vibóreas o las grandes margaritas, además de descubrir mas restos de la fortificación.
Una vez recorrido el Fuerte, tan sólo queda descender por el mismo camino que llegamos a él, que nos llevará a la Puebla Vieja (Conjunto Histórico Artístico, 1970). Les recomendamos que aprovechando el descanso de bajada, contemplen la excepcional panorámica general de la villa pejina a medida que nos acercamos a ella.
Distancia: 5 Km (circular)
Duración: 1 hora y media[/one_fourth]
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Ruta de Valverde
Saliendo de la Puebla Vieja a través de la Puerta de la Virgen Blanca (Siglo XIII), encontramos a la izquierda una estrecha calleja en cuya entrada se encuentra la señal que indica el comienzo del itinerario. Ascendiendo por este angosto camino, que discurre junto a las murallas medievales que sirvieron de cierre al casco urbano pejino, nos dirigimos hacia la Atalaya. Estos antiguos muros, colonizados por una variada vegetación rupícola se ven coronados, a tramos, por densas acumulaciones de hiedra que le confiere un aspecto abovedado. Desde el sendero por el que subimos nacen encajonadas callejuelas que dan acceso a las “Viñas”, pequeños huertos familiares que, hasta principios del siglo pasado, fueron cultivados con cepas para la producción de uvas destinadas a la elaboración de chacolí (vino blanco producido a partir de uvas verdes, lo que provoca una cierta acidez).
Bordeando el cementerio, continuamos el camino dejando a la espalda la Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción (siglo XIII) ascendiendo hasta llegar al cruce con el camino que, desde el Secar, sube a la Atalaya. Un punto desde el que podemos disfrutar del incomparable paisaje que allí se describe.
Tras la inevitable parada en esta pequeña explanada para recuperar el aliento y contemplar la panorámica de 360º que nos brinda, podemos seguir el recorrido atendiendo la indicación de la señal de la ruta que allí se encuentra. De esta manera, continuaremos hacia la derecha por la senda de adoquines, que discurre junto a los prados que se extienden entre los acantilados y los muros de piedra de las huertas. Estos muros, bajos y discontinuos, conectan con los de las ruinas del Castillo y Ermita de San Nicolás, histórico edificio donde hasta finales del siglo XVIII estuvo ubicado un beaterio de monjas recoletas. Esta construcción quedó definitivamente destruida en los combates de asalto contra los franceses que tuvieron lugar a principios del siglo XIX, conservándose en la actualidad tan sólo unos derruidos paredones. Estas ruinas se sitúan en una inflexión del camino que, tras girar 90º a la derecha, desciende ahora por una corta pendiente que junto a antiguas paredes de mampostería nos conduce hasta El Secar, a través del cual nos dirigiremos a Valverde.
El Secar constituye uno de los tradicionales barrios agroganaderos que se mantienen en los alrededores del núcleo urbano pejino. Prados, huertas y casas dispersas bordean un camino asfaltado que llega, casi sin desniveles, hasta el empinado sendero que sube a Valverde. Esta senda cruza extensos y ondulantes prados de los que se separa por tapias de piedra y setos naturales poblados con una interesante vegetación arbustiva. Laureles, saúcos, aladiernos, avellanos, sauces, espinos y endrinos sirven de soporte a llamativas rosas silvestres y olorosas madreselvas formando un singular cortejo vegetal que nos acompañará durante toda la ascensión.
A medida que nos acercamos al alto, la vegetación se hace más espesa y de mayor porte, creciendo robles, castaños y fresnos, cuyas cúpulas se unen dando un aspecto abovedado al camino. Casi al final del mismo nos encontramos, a la derecha, una interesante edificación. Se trata de la casa de veraneo de don Diego Cacho Sierra, acaudalado laredano del siglo XVIII, quien, además de construir esta soberbia casa de recreo y la ermita contigua, mandó empedrar el camino por el que acabamos de ascender.
Acabando la ascensión encontraremos la recompensa al esfuerzo de la subida. Desde aquí se divisa una incomparable panorámica en la que todo Laredo, la playa La Salvé, la bahía, el estuario del Asón y los montes que los circundan, adquieren una espectacular perspectiva de conjunto que solo la altura nos puede brindar.
Una vez en Valverde la ruta continúa hacia la derecha, en dirección a las Cárcobas. De nuevo aquí el camino vuelve a ser asfaltado y la comodidad de su transito nos permite disfrutar aún mas, si cabe, de las bellezas naturales de la zona. Las magníficas vistas que nos acompañan en este tramo ponen de manifiesto la alta calidad ambiental del entorno. En los prados, que desde aquí se dirigen al mar, aparecen interesantes manchas de bosque atlántico caducifolio, las cuales confieren al paisaje un cromatismo cambiante con las estaciones del año. También se desarrollan en estos prados otras formas arboladas de color y características más constantes. Se trata de los encinares cantábricos, auténticas joyas de la botánica regional, poblados por vegetación perennifolia, como la encina, el laurel o el aladierno, que aprovechan los afloramientos calizos para su crecimiento.
Tanto unos como otros bosquetes albergan, asimismo, una rica fauna de vertebrados e invertebrados. Entre los primeros podemos destacar mamíferos como zorros, tejones, erizos, comadrejas y jinetas, o aves como las palomas torcaces, mirlos, urracas, arrendajos, pitos reales, agateadores norteños y abubillas. Respecto a los invertebrados son los insectos el grupo predominante destacando la presencia de escarabajos y mariposas.
Los prados, que nos acompañan durante todo el recorrido a las Cárcobas, están separados del camino por densos matorrales de zarzas, espinos blancos, endrinos, avellanos sauces, saúcos, rosales silvestres y cornejos. Junto a ellos destaca el porte de algunos ejemplares arbóreos dispersos que aparecen junto al camino. Robles, castaños, nogales, fresnos, chopos y cerezos, sirven de posadero a cientos de jilgueros, verdecillos, pardillos, chochines, currucas, verderones y petirrojos, pequeños pajarillos cuyos trinos constituyen la banda sonora que nos acompañará durante todo el camino, tan sólo alterada por el tintineo de los campanos que mueven las vacas mientras pastan en las praderas contiguas.
Con este acompañamiento natural de vida y paisaje llegamos al núcleo principal del barrio de Las Cárcobas. Allí encontraremos, al borde del camino, una pequeña capilla dedicada a la Virgen Bien Aparecida, patrona de Cantabria cuya fiesta se celebra el 15 de Septiembre. Junto a la capilla encontramos dos boleras en las que se practica de diferente forma el deporte autóctono de los bolos. Ambas modalidades tienen una amplia tradición en Cantabria y su práctica es habitual en decenas de pueblos de nuestra región. Una de ellas, el bolo-palma, es la especialidad bolística más extendida en toda Cantabria, mientras que la otra, el pasabolo-tablón, está más arraigada en la zona oriental de la región, así como en la vecina Vizcaya y en el norte de Burgos.
Tras la parada en la ermita y las boleras, continuamos ruta ya en descenso constante hacia Laredo. Durante la bajada, podemos contemplar una nueva panorámica de la villa. Continuando el descenso llegamos al barrio de La Llana, donde podemos abandonar la carretera asfaltada, que continúa hacia la izquierda, para coger un sendero hormigonado, que viene de frente, por el que seguiremos la ruta. Bajando una corta pero empinada cuesta, llegamos a la carretera general de acceso a Laredo, que hemos de cruzar extremando la precaución ya que el paso se encuentra en una curva con escasa visibilidad. Así llegaremos a las “escalerillas”, nombre popular por el que se conoce en Laredo a una larga y tendida escalinata que, nos llevará hasta la Puerta de San Lorenzo o de Bilbao (edificación sobre arco rebajado del siglo XVI). A través de este arco llegamos a la calle San Francisco, importante rúa del Arrabal pejino que, ya en pleno casco urbano, podemos considerar el final de nuestro recorrido. Aquí, al pie de las escalerillas encontramos la cabecera de la medieval Iglesia del Espíritu Santo, cuyos canecillos bien merecen una mirada antes de abandonar definitivamente la ruta.
Duración: 3 horas y media
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Ruta de San Julián
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